¿Qué era aquello? Sus tímpanos gritaban clemencia. Ella estaba asustada. Agachada. Parecía pedir protección. Como un niño que se aferra a la mano de su padre porque no entiende todavía qué significa la palabra pirotecnia.
Se levantó. Palpó la pared en la oscuridad. No quería encender la luz. Se guió por el instinto para enfundar sus pies en las zapatillas. Fue a la cocina. Una persiana mal cerrada a posta le permitió ver la botella de agua, junto al microondas. Bebió un trago largo hasta que se quedó sin respiración. Después fue al baño. El orín rebotando no podía con el ruido de la alarma. Malditos métodos de seguridad, pensó.
Se agachó también. Ella estaba más tranquila pero seguía alerta. Distante. Tensa. Asomó la cabeza y se pegó de frente con la oscuridad. Sólo las farolas corrompían el negro. Le encantaba el sonido de la madrugada. Esa sucesión de ecos inocuos y misteriosos. Se acercó a ella hasta que sintió, de nuevo, su piel. Pero apreció la reticencia y esperó.
Tiró de la cisterna. La alarma estaba inmersa en su cabeza. ¿Eferalgan? ¿Neubrofen? Espió por el resquicio de la persiana como una voyeur nocturna. ¿Nadie va a apagar ese puto ruido? Habían pasado seis minutos.
¿Cuánto tiempo llevaba pitando aquello? Se sintió inmunizado. Aquel lamento ya sólo le produjo incordio. Ella lo miró y se lo dijo todo en silencio. Tampoco estaba asustada. No pudo seguir pensando porque le lamió la cara y entonces, se olvidó del ruido. Ella se levantó y él se fue tras ella.
Siguió espiando. Insomne. Buscó un culpable pero sólo vio dos gatos maullándole a la noche.
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